La culpa nos golpea en el rostro
como el aleteo de un ave. Nos deja parapléjicamente atado observando todo lo
que sucede frente a nosotros. La contemplación es un delirio, como el
sueño recurrente del que está despierto
y no puede mover su cuerpo. Es un sentimiento de espanto como el grito: la
imagen más silenciosa y castrada de la época moderna, el sinónimo irrenunciable
de nuestra sociedad actual. Permítanme decir, con la cautela de los
ruiseñores, que nos encontramos inmersos,
por causa de esta culpa, en el jardín de
los laberintos donde cada individuo busca la salida por si solo. Es un jardín tupido, un bosque de pinos donde la luz
del sol le resulta impenetrable llegar. Estamos a oscuras palpando el camino.
En tiempo de verdades atomizadas, de sentimientos acongojados, de cabezas
aniquiladas, de muertos que aún nos siguen penando, pareciera que seguimos
dando vuelta en círculos, llegando al mismo lugar para tropezar con el mismo
muro, que no es el de los lamentos, sino que el de la desesperanza que corroe
la actividad reflexiva del sometimiento a nuevos ejercicios, a la praxis de
nuevos paradigmas que busquen reorientar nuestro camino.
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