14-12-2012

ceguera porteña

Estas sean quizás una de las últimas palabras que engendraré
después del nebuloso invierno porteño donde frío y mar se hacen uno.
El viejo poeta de gorra asolapada
recorre las calles jocosas bañadas de adoquines meticulosamente sometidos al suelo
el poeta recorre calle tras calle
cerro tras cerro
quebrada tras quebrada
viendo la miseria del viejo puerto
que se esconde en las postales que parecen somníferos para el turista
que maravillado del tercer mundo goza al son del impresentable flash.
Estas sean quizás las últimas palabras que engendraré decía el viejo poeta de gorra asolapada
pero, al ver lo miserable que es el hombre con el hombre
es mejor no callar
porque las palabras pesan en los libros, en las conciencias y en las murallas
porque las palabras tienen sentido si es para denunciar cómo vive el hombre porteño
que vende sus baratijas en cada esquina con tal de recolectar de la forma más sagaz las monedas que le permitirán beber hasta el último sorbo el dolor pipeñado
la chuica que le hará olvidar el qué soy y para qué estamos.
Es que el camino del errante ya no es el mismo de antaño
su bohemia acabada con la más indecorosa dictadura
ahora se ha transformado en una tienda de ropa deportiva
quizás en un supermercado del retail o en una mezquina e innombrable farmacia del lucro.
Y es que la vida avanza inquebrantable frente a los ojos del porteño
que ya no observa el puerto y menos ve llegar los barcos de colores.
Esos puestos han sido reservados para el viajero, el turista, el extranjero, el gringo
mientras que el hombre del puerto ve retirada sus esperanzas a la periferia
lugar donde no se le pueda ver y donde el ya no pueda ver su puerto querido.
Es más, la casa del poeta de gorra asolapada es el nuevo fetiche de consumo,
la nueva mercancía de lo no palpable.

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